jueves, 12 de abril de 2012

POR TODA LA ETERNIDAD


POR TODA
LA
ETERNIDAD


















Nina Mariño












Prólogo


Se despertó y tuvo que parpadear pues la claridad era cegadora.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Que lugar era aquel? ¿Cómo había llegado hasta allí?
Sus ojos volvieron a abrirse desmesurados al ver a una fila perfecta de personas, hombres, mujeres y algún niño, a unos veinte metros a su izquierda.
Caminó hacia ellos, se situó al final de la fila y se atrevió a preguntar a la persona que tenía delante.
-Disculpe, ¿Qué lugar es este?
La mujer, una anciana, le sonrió beatífica. Le dio una palmadita en la mano y le susurró.
-No debes preocuparte. Todo está bien ahora.
Sintió una oleada de terror recorrer todo su cuerpo, un frío helador como jamás había sentido; y entonces recordó y comprendió y un grito desgarrador salió de su garganta:
-¡¡¡Nooooo!!!
Echó a correr sin esperar a ver si la perseguían. Luego cayó y cayó y cayó...









UNO




El padre Reuben Slade recorría los barrios marginales de su ciudad cada noche en busca de almas descarriadas que necesitaran su ayuda.
En su parroquia, St. Giles, acogía a vagabundos, prostitutas, drogadictos y mujeres y niños maltratados. Les daba cobijo y ayudaba a encontrar una nueva vida a aquellos que estaban dispuestos a cambiar la suya.
Reuben era el único hijo de un acaudalado financiero de Birmingham y su único heredero. Para gran disgusto de su padre, había preferido tomar el camino del sacerdocio y desechar una vida de lujo, aunque también de arduo trabajo. Reuben pensaba que el camino que había elegido era mucho más arduo de lo que su padre suponía.
Como de todas formas era su único hijo, no le quedó mas remedio que nombrarle heredero de todos sus bienes.
A su muerte, acaecida hacía ya varios años, el padre Slade se vio en posesión de una vasta fortuna. Permitió que los administradores de su padre siguieran gestionándola, pero los beneficios los destinó a comprar una antigua mansión en la cercana Warley, donde tenía su parroquia. Pidió a un amigo suyo arquitecto que la remodelara para convertirla en lugar de refugio para los mas necesitados.
Contrató médicos, psicólogos y asistentes sociales para que prestaran cuidados y asesoramientos a quienes lo solicitaran.
En la mansión, cualquiera que lo necesitase encontraría comida, una cama caliente  y algo en lo que el padre insistía, una ducha al día por lo menos. Si encontrabas tu cuerpo limpio era más fácil que quisieras limpiar también tu espíritu, era su filosofía.
Allí, si una mujer iba huyendo de su maltratador marido, el padre Slade se encargaba de que no la encontrara. Si ella quería, él podía proporcionarle un trabajo y un lugar donde vivir lejos del agresor.
También daba cobijo a muchachas jóvenes que caían en el vicio de las drogas y se prostituían para conseguirlas. Reuben les ofrecía terapia para que abandonaran el vicio y las matriculaba en el instituto hasta que conseguían su título de enseñanza secundaria. Las que querían ir mas lejos y deseaban acceder a la universidad se veían beneficiadas con becas, a las demás se les buscaba trabajo.
Tenía un alto porcentaje de éxitos, aunque a veces no lograba salvar a alguno y cuando esto sucedía, Reuben se sentía un fracasado.
Por eso recorría los barrios marginales en busca de mas descarriados que necesitaran de su ayuda.
Esa madrugada casi pasa de largo.
Al principio le pareció el maullido de un gato y la oscuridad apenas le permitía ver el sucio callejón.
Hasta que los faros de un coche que pasaba alumbraron lo que parecía una cabellera rubia.
El padre se acercó. Era una muchacha, seguro, pero su apariencia era la de una mujer mayor, señal inequívoca de los excesos cometidos con el alcohol y las drogas.
Reuben movió tristemente la cabeza. Era algo tan habitual...
Se inclinó y meció suavemente a la muchacha llamándola:
-¡Eh! ¡Chica!
Un gemido salió de la garganta de la joven. El padre trató de incorporarla.
-Vamos, te ayudaré a levantarte. ¿Que te habrás metido? –murmuró identificando un fuerte olor a vino.
-Me... encuentro... mal... –susurró una voz pastosa y ronca.
-No me extraña. Solo Dios sabe que habrás tomado. Puedo ayudarte, si me lo permites.
-Voy a... –La chica tuvo una arcada y vomitó sobre los zapatos de Reuben. El padre ni se inmutó, estaba acostumbrado-. ¡Oh! –gimió la muchacha en cuanto hubo vaciado su estómago-. ¡Lo siento! –sollozó, sintiéndose tan mal como jamás se había sentido.
-No te preocupes, no pasa nada –replicó el padre con amabilidad-. Tengo mas zapatos. Si puedes ponerte en pie te ayudaré a llegar a un lugar donde podrás descansar y darte un baño, incluso comer algo si te apetece.
-¿Quién es usted? –la muchacha trató de ponerse en pie y se tambaleó. Reuben la sujetó de la cintura para que no se cayera.
-Me llamo Reuben Slade, soy el párroco de St. Giles. ¿Cómo te llamas tu? –recogió del suelo una mochila que se echó al hombro. Supuso que pertenecía a la chica y seguramente le haría falta.
-¿Que? –trató de recordar-. ¡Oh, Dios! ¡Me duele terriblemente la cabeza!
El padre se desconcertó por un momento. El acento de la chica no se correspondía con el de los barrios bajos. Pero eso no era garantía de nada. En las altas esferas también existía el problema del alcoholismo y la drogadicción.
-Vamos, ven conmigo. Cuando hayas descansado te sentirás mejor.
-¿Dónde me lleva?
-Dirijo un albergue donde cualquiera que lo desee puede cobijarse, darse una ducha –esperaba que la muchacha no se ofendiera por sugerirlo, pero su olor podía levantar a un muerto-, comer algo y descansar. No está lejos. Te aseguro que soy de fiar –agregó al notar la reticencia de la joven-. Te hace falta todo lo que te he dicho, sin ánimo de ofender.
-No me ofende. ¡Dios Santo! ¡Que mal me encuentro!
-¿Que has tomado? En el albergue hay un médico. Te ayudará, pero debes decirle que has tomado –Como la muchacha mantenía silencio, el párroco no insistió-. Como quieras. De todas formas, cuando hayas descansado y comido algo te sentirás mejor.


****

La mansión, estilo Tudor, estaba situada a cincuenta metros de la iglesia. La fachada de ladrillo rojo contrastaba con la blancura de los marcos de las ventanas. La rodeaban unos bellos jardines muy cuidados y a su izquierda, el arquitecto había construido una cancha de baloncesto. Se accedía a la puerta principal, pintada de un blanco tan reluciente como las ventanas, subiendo tres escalones.
Reuben ayudó a la muchacha a subirlos y sacando una llave de su bolsillo, abrió la recia puerta.
En el amplio vestíbulo no había nadie. La chica miró con curiosidad a su alrededor. Un par de sofás de aspecto muy cómodo flanqueaban una mesita baja colocada sobre una alfombra de vivos colores que contrastaban con el embaldosado blanco y negro. Miró fijamente una baldosa negra, pensando que su mente estaba exactamente igual. No entendía nada, no sabía dónde se encontraba ni como había llegado allí. Intentó ir hacia atrás en el tiempo y recordar, pero su mente era un agujero negro. No recordaba nada. Necesitaba descansar, dormir; tenía sueño. Pero antes que nada, necesitaba quitarse de encima ese olor asqueroso que desprendía.
-Siéntate un momento, mientras voy en busca del doctor. ¿No te irás, verdad?
-¿Que? –salió de su aturdimiento-. No, no creo. No tengo donde ir.
-Ya. Bueno, no tardo nada. En esa mesa hay revistas, por si quieres entretenerte.
-Gracias –Pero no tomó ninguna. El dolor de cabeza era insoportable. La necesidad de tirarse en el sofá era demasiado atractiva, así que lo hizo y cuando llegó Reuben con el doctor, la encontraron durmiendo.
-¿Dónde la has encontrado? –preguntó el médico.
-En un callejón, al sur de la ciudad. Casi paso de largo, hasta que la claridad de los faros de un coche me permitieron verla. Creo que ha bebido y se ha metido algo, aunque no me dijo nada.
-Está hecha una pena. Deberíamos despertarla, darle una ducha y dejarla descansar. Sería mejor que viniera Mónica. Se sentirá menos cohibida con una mujer.
-Supongo que tienes razón. Iré a llamarla.
Hugh Lange se sentó al lado de la chica y tomó su mano inerte. Aplicó los dedos a su muñeca y miró su reloj. El pulso era regular y fuerte.  Cuando hubiera descansado se sentiría mejor.
A pesar de la hora, apenas las ocho de la mañana, Mónica Donaldson ya se encontraba en la sala de lectura. Estaba ayudando a Jimmy, un pequeño de ocho años, a leer. Su madre y él habían huido de su casa y de las palizas de su marido, y Mónica intentaba encontrar un trabajo y un lugar de residencia para ellos lo bastante lejos para que el hombre no les encontrara.
-Hola, Jim –saludó Reuben al niño, que le sonrió dejando ver el hueco de dos dientes.
-Hola, padre. Ya sé leer sílabas.
-Eso está muy bien. ¿Que te parece si me prestas un momento a Mónica? Tengo que hablar con ella.
-Claro. Yo puedo leer solo.
-Bien.
La mujer se levantó sonriendo y revolvió el pelo del niño. Cuando llegó con su madre, hacía dos semanas, era apenas un gorrión. Con comida caliente en el plato cada día y las noches de descanso tranquilo, ya se parecía más a una paloma. No es que hubiese engordado mucho, pero su tez ya no estaba tan pálida y los días pasados al aire libre jugando al baloncesto y corriendo por el jardín le habían puesto color a sus mejillas. Pronto, él y su madre se marcharían. En cuanto Mónica consiguiera concertar un contrato de trabajo para su madre y un lugar donde residir, lejos del marido que creía que ella era su saco de boxeo. Triunfos como ese hacía que el trabajo de Mónica le resultara gratificante.
-¿Que tienes, Reuben?
-Una chica. La encontré en un callejón. Debe estar molida, porque se quedó dormida en el sofá del vestíbulo. Creo que ha bebido y se ha drogado. Antes que nada necesita una ducha, huele como el muelle. He pensado que se sentiría mejor si es una mujer quien la ayude a ducharse.
-Claro. Vamos.
-Tiene el pulso firme y con buen ritmo –informó el médico cuando Reuben regresó con Mónica-. Pero está grogui.
-Déjame a mí. Yo me ocuparé de ella –Mónica zarandeó suavemente a la chica-. ¡Eh! ¡Muchachita! Hora de despertarse.
-Por favor –gimió una voz amortiguada por el sofá.
-Descansarás mejor si te das un baño y te pones ropa limpia. Piensa en una cómoda y acogedora cama.
-¡Oh!
-¿A que es más apetecible?
La muchacha abrió un ojo y miró a la voz que le hablaba. Era una mujer joven, un poco mas baja que ella y con unos bondadosos ojos castaños.
-¿Quién es usted? –susurró con voz pastosa volviendo a cerrar el ojo.
-Me llamo Mónica Donaldson. Me gustaría ayudarte a dar un baño.
-Déjeme morir en paz.
-Lo  haría, pero creo que no ha llegado aún tu hora. Tu corazón parece latir todavía. Vamos, solo será un esfuerzo mínimo. Luego te dejaré dormir hasta que te hartes –Tiró de ella y no encontró resistencia, así que la levantó. La muchacha colaboró, pero más bien poco. Mónica pasó su brazo por la cintura y pasó el de la chica por su cuello. El doctor la ayudó a subir las escaleras y al llegar al cuarto de baño las dejó y fue a reunirse con Reuben.
Mónica abrió los grifos de la bañera y vertió un puñado de sales relajantes y mientras se llenaba ayudó a la casi inconsciente muchacha a desvestirse. La ropa que llevaba era de baja calidad, comprada sin duda en las rebajas de un supermercado. Estaba sucia y olía a vino y vómitos.
-¿Te puedo dejar sola mientras voy en busca de algo de ropa? ¿No te dormirás en la bañera, verdad?
-Aguantaré –dijo la chica lacónica.
-Bien, no tardo nada. Tienes champú y gel en esa repisa y hay toallas en ese armario. No encontrarás maquinillas de afeitar ni nada con lo que puedas lesionarte, así que no lo intentes.
La chica la miró alarmada. ¿Creía que podía suicidarse?
-No había pensado en hacer nada parecido –replicó un tanto ofendida.
-Me alegro. Usa todo el gel que sea necesario. Vuelvo en un minuto.
Mónica salió y fue a su propio cuarto. La muchacha era mas joven que ella, pero no mucho mas y tenía una estatura y constitución parecida a la suya. Seguro que su ropa le sentaría bien.
Tomó una camiseta y un pantalón de pijama, así como ropa interior. Para pasar el día en la cama durmiendo sería suficiente. Cuando despertara le buscaría unos vaqueros y otra camiseta.
Cuando se quedó sola, la muchacha metió un pie en la bañera. Al notar el agua caliente emitió un suspiro.  Se introdujo en la agradable sensación que daba la espuma, se recostó en el respaldo y dejó que el agua disolviera parte de su cansancio.
Cuando Mónica llegó con la ropa, la chica tenía los ojos cerrados y parecía dormir. La mujer meneó la cabeza tristemente e inclinándose procedió a lavarle el largo pelo rubio. Si la muchacha se enteró de los tirones que le daba, no dio muestras de ello.
Una vez el pelo y el cuerpo enjabonados, Mónica abrió la ducha y la enjuagó. Cuando no hubo quedado rastro de jabón, ayudó a la semicatátonica muchacha a secarse y ponerse la ropa limpia.
-¿Te encuentras mejor ahora? –le preguntó-. Al menos tu olor ya no parece el de un estibador. Podrás dormir mejor.
-Gracias. Estoy realmente agotada.
-Ven, te llevaré a tu habitación. Podrás dormir todo el tiempo que quieras.
La chica se dejó conducir hasta una habitación. El cansancio le impedía ver lo bonita que era. Tan solo veía, a través de una rendija de sus ojos, una cama que parecía llamarla a gritos. Casi corrió hacia ella y se dejó caer como un fardo. Mónica le subió los pies y la tapó con una fina manta. Luego, después de mirarla durante un segundo, salió de la habitación cerrando la puerta suavemente y bajó a reunirse con el párroco y el doctor.
-Está muerta para el mundo –dijo-. No creo que valga la pena lavar su ropa, está en un estado deplorable. En cuanto abran los comercios iré a comprarle algunas cosas.
-Hay algo en ella que no me cuadra –comentó el sacerdote en voz baja-. Es cierto que su aspecto indica que es una vagabunda, pero sus modales  parecen los de una muchacha con cierta educación.
-Sabes que la drogadicción no es un problema exclusivo de las clases bajas –le indicó el médico-. De hecho, cuanto más dinero tienen, más fácil es que caigan en el vicio.
-Bueno –Reuben se levantó-. La dejaremos dormir hasta que se despierte por si sola. Luego hablaremos y veremos si podemos ayudarla. Ahora tengo que irme, tengo que preparar la misa de nueve.
-De acuerdo. Estaré en el consultorio por si me necesitas, Mónica.
-Sí, hasta luego. Volveré con Jimmy. Ese chico es una esponja, absorbe todo lo que oye. Unos días mas y leerá mejor que yo.

viernes, 6 de abril de 2012









LOS DEMONIOS
VIVIRÁN
PARA
SIEMPRE














Nina Mariño






Los demonios vivían dentro de él desde hacía dieciocho años; haciendo memoria, casi podía recordar el día exacto en que habían aparecido. Al principio solo asomaban la cara, como queriendo advertirle que estaban allí y que mas valía que no lo olvidara. En esos casos recurría a infusiones relajantes a base de hierbas que los mantenían a raya durante unas horas.
Pero ellos se reían de esos momentos de tregua efímera, y entonces se mostraban más audaces y enseñaban algo más que la cara, una sonrisa sardónica que le advertía que eran peligrosos y que las infusiones no bastaban para ahuyentarles. Era el momento de contraatacar con algo un poco más fuerte que las infusiones de hierbas. Era el momento de empuñar aquellos maravillosos compuestos químicos en forma de minúsculos discos. Si los ingería regularmente, los demonios permanecían dormidos varios días.
Pero había otras veces, horrorosas veces, en que aquellos monstruos venidos de no sabía dónde, mostraban su cara más espeluznante: gruesos colmillos afilados y babeantes, que lo dejaban débil, tembloroso e impotente. Y había que volver a empuñar aquellos minúsculos discos, pero en esta ocasión, de dos en dos.
Los demonios habían hecho su aparición dieciocho años atrás, alevosamente, sin avisar, sin que existiese una razón aparente.
Al principio, cuando no les conocía, les temía. Había dejado que se posesionaran de él porque no sabía como hacerles frente. Se escondía en un rincón, lloraba, gemía como un niño asustado. Temía tener una enfermedad mortal.
Con los ataques frecuentes y el paso de los años, el rostro de los demonios fue definiéndose. Ya podía anticipar cuando iban a atacar y entonces se preparaba.
Comenzaban poniéndole un nudo en la boca del estómago que le impedía respirar. Intentaba relajar ese nudo respirando despacio y profundamente. A veces lo conseguía; eran los momentos en que los demonios solo asomaban su cara.
En otras ocasiones el nudo se convertía en un bloque de cemento que le presionaba el pecho y le hacía sentir vértigos y mareos; duraban varios días durante los cuales el simple acto de meter un bocado de comida en la boca le parecía una tarea titánica, entonces perdía peso de manera alarmante. Pese a reconocer los síntomas, aún le producían temor. Entonces era cuando recurría a la química.
Y en las raras ocasiones en que mostraban los colmillos, la presión era tan fuerte, los vértigos tan intensos, que lo dejaban clavado a la cama sin poder moverse. Horribles hormigueos recorrían todo su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Los dedos de las manos se quedaban rígidos, igual que la mandíbula; y era incapaz de dar un solo paso, pues todo a su alrededor giraba a una velocidad vertiginosa.
En ese caso, no dude en doblar la dosis que toma habitualmente le había dicho el psiquiatra.
Pero ¿qué tengo? preguntaba él.
Se llama “Depresión Endógena y Trastorno de Ansiedad”
¿Qué? Yo no tengo ningún motivo para estar deprimido replicaba él. Soy un hombre normal; tengo un trabajo estable con el que estoy bastante satisfecho; tengo esposa, dos hijos y una hipoteca. Tengo los mismos problemas que la mayoría de la población. Mis hijos son buenos chicos, con las inquietudes propias de la adolescencia, pero que jamás me dieron un disgusto. Mi matrimonio funciona bien. Tengo las mismas preocupaciones que tiene el resto de padres del mundo. No hay nada que me cree ansiedad. Al menos no para que me den semejantes crisis.
A veces no existen razones. El cerebro es como un reactor donde tienen lugar diversos procesos químicos. El suyo puede que no produzca las sustancias hormonales que lo mantienen en un buen estado de salud. O puede que las produzca en mayor medida o puede que…
El hombre escuchaba atento pero sin entender nada.
Quizá se deba a la vida que llevamos continuó el psiquiatra vamos demasiado deprisa, el estrés y el agobio se van acumulando sin darnos cuenta, y al final el organismo explota. Cada vez más gente sufre de su mismo mal.
Serotonina, dopamina, noradrenalina…
El mareo de nombres científicos le sirve al psiquiatra para explicar sus crisis de ansiedad; y en cierta medida, saber que sus demonios tienen nombre les hace menos temibles. Pero aún así, no son suficientes para que el hombre se sienta bien. No entiende de química, solo quiere volver a ser el que era.
El mejor momento del día para él es cuando duerme, y entonces piensa qué bueno sería seguir durmiendo para siempre.
Pero ese es solo un pensamiento teórico. Sabe que jamás lo llevará a la práctica. Porque se considera un hombre valiente. En su opinión, se necesita más valor para enfrentarse cada día a los demonios que lo acosan y dominarlos, que ponerlos a dormir para siempre. Esa es una actitud cobarde, es la salida fácil. Él no quiere morir, le gusta vivir. Le gustaría vivir mejor, pero eso es lo que le ha tocado, y aunque no lo comprende, lo acepta. Ha aprendido a aceptarlo, a convivir con sus monstruos y a mantenerlos a raya. Porque él es más fuerte. Puede que necesite ayuda, pero ha decidido tomar cada día como se presente. Si tiene que presentarles batalla durante el resto de su vida en forma de aquellos minúsculos discos, eso es lo que hará.  Porque ahora sabe que sus demonios vivirán para siempre con él.

sábado, 24 de marzo de 2012

A APOSTA





A
APOSTA
















Mª del Carmen Cardalda García
Nina Mariño








Primer acto



Era a madrugada dunha mañá de xuño. Pepe érguese ás catro para aproveitar a marea, que esa mañá toca devalar ás cinco. O vento tira do norte facéndoa fría coma o inferno.
Embútese nunha roupa abrigada mentres a súa muller, Luísa, prepáralle o almorzo.
Cando o ve entrar na cociña, cunha camisa de franela de cadros, un xersei de lá grosa, uns pantalóns de pana esvaecida debaixo dos que leva uns calzóns de felpa, unha bufanda que lle da tres voltas ao pescozo e un gorro de lá na cabeza, non pode evitar botarse a rir.
(LUISA) —Ai que xeitosiño me estás. Que sexy te vexo, Pepiño.
(PEPE) —Que saibas que este modelo vaino incluír Agatha Ruíz de la Prada na súa colección outono-inverno —saca peito e agarra a camisa polas solapas—. O machote do norte, o profesional do mar. Esta roupa prestouma para que lle vaia facendo publicidade.
(LUISA) —Pois aseméllaste máis ao home das neves. Seica fai frío.
(PEPE) —O mesmiño que debe facer no inferno. Ti viches o polvoriño que baixa polo río? Se ata se me encollen os… eh… os… Xa sabes.
(LUISA) —Si, xa, os pelouriños. Pero é que aínda poderían encollérseche máis, Home? —Luísa ponse a pensar cos brazos cruzados e levando un dedo á sien—. Ai, xa sei, aínda quedan os chícharos, que son máis pequenos. Non abrín a fiestra, aínda.
(PEPE) —Levántacheste simpática, hoxe, non si? Debiches durmir coma un anxo se non oíches soprar o vento. Ouveaba que asemellaba un can coa pata rota.
(LUISA) —Non che oín nadiña.
(PEPE) —Non me estraña, co que roncas. Non puiden pegar ollo en toda a noite polo demo do vento. E se non fora porque non oín chover, diría que caía unha goteira do tellado.
(LUISA) —As mulleres non roncamos, soneamos, mamalón. E non é unha goteira. O que ti oes e a billa do lavadoiro que perde auga. Xa te ensinarei o recibo cando veña. Imos pagala coma se fose champán.
(PEPE) —Pois para gastos estamos. Teño que levar o coche a pasar a ITV e teño o freo de man escarallado.
(LUISA) —Pois terás que amañalo.
(PEPE) —Coma non sexa con cunchas de berberecho.
Luísa dálle un empurrón no ombro.
(LUISA) —Por qué non lle pides a don Xesús que che preste uns poucos cartiños, a conta do que vai herdar a nena cando case con Antoñito? Souben pola Chelo, a perruqueira, que don Xesús xa era rico coma Creso antes de que lle tocara a lotaría. Imaxínate agora a cantidade de cartos que debe ter. E poden ser para a nosa nena; e por aproximación, tocaranos uns pouquiños a nos.
(PEPE) —Ti toleaches. Por moitos cartos que teña, antes casoa cun orangután. Total, non te fixaches que o Antoñito fai os mesmos xestos que un deses monos? E ten a mesma pelame. Viches o que fixo no pelo?
(LUISA) —Chámanse rastas. Custan unha pasta na perruquería.
(PEPE) —Pois púidenllas facer eu coas cordas dos tramallos e cobraríalle a metade. Sonche igualiñas. Veña, muller. Non podes estar pensando en serio en casar a nosa poliña con ese… ese… ese… iso!
(LUISA) —Pero se Antoñito é moi bo rapaz. E pensa nos cartos que vai herdar cando o seu pai fine.
(PEPE) —O seu pai ten correa para rato. E o tal Antoñito leva camiño de esgotarlle a herdanza antes de que a don Xesús lle dea o telele.
(LUISA) —E que a universidade sáelle moi cara. Ter unha carreira custa cartos.
(PEPE) —Pero, qué carreira pode estar a facer se xa ten preto dos trinta anos, muller? Ese o que fai e pasalo ben vivindo dos pais. E non creas, que don Xesús agárrase á bolsa máis forte que unha lapa a unha pedra. Dígoche eu que ese rapaz non chega a nada na vida. Non che parece mellor o Manolo para a nosa ruliña?
(LUISA) —Que Manolo? O que vai ás xoubas? —Luisa cruzouse de brazos abraiada—. E ti queres que a nosa nena pase as mesmas calamidades que estamos a pasar nos? Co Antoñito nunca vai ter que preguntarse de onde van saír os cartos para arranxar o tellado, home.
(PEPE) —Non o teño eu tan claro. Dáme que co Antoñito vai ter que preguntarse en que maquiniña vai pulir as arandelas. Que non, muller, que é mellor o Manolo que o Antoñito de marras. O Manolo é un home traballador, serio, formal… e moi bo mozo, ademais.
(LUISA) —O Antoñito, Pepe, o Antoñito —insistíu Luísa dándolle golpeciños a Pepe no peito.
(PEPE) —Que non, Luísa. Manolo. E ademais, preguntácheslle á rapaza cal dos dous lle gusta? Mira que ao mellor non quere a ningún.
(LUISA) —Pero se non hai máis homes neste pobo, home.
(PEPE) —Como que non hai? Está o Ceferino.
(LUISA) —Ten sesenta anos, Pepe.
(PEPE) —Pois Secundino.
(LUISA) —Morreu hai seis meses, Pepiño.
Pepe ponse a pensar.
(PEPE) —Xa sei, O Paquiño.
(LUISA) —Está casado, pailán! —di Luísa perdendo a paciencia.
(PEPE) —E non ten fillos?
(LUISA) —Home, pois si: a Rosario que ten dez anos, e o fedello de Alvarito que ten oito. Pero ao mellor a nosa rula pode esperar ata que remate de estudar. Entón irá a casar coa nosa nena ao xeriátrico que é onde estará ela cando o neno teña idade para casar. Para outro tanto prefiro ao Manolo que xa está crecidiño.
(PEPE) —Pero muller, estás a tolear. Como vai a esperar por un rapaciño de oito anos. Ti non durmiches ben hoxe, non si?
(LUISA) —Como ía durmir se non parei de escoitar a maldita billa goteando.
(PEPE) —Pero non dixeches que non a oíches?
(LUISA) —Pois claro que a oín, e tamén o vento ouveando, e a uralita que levantou do tellado. Temos que facer tantas reparacións nesta casa que estou por chamar a ese Jorge da tele para que nos fagan unha casa nova.
(PEPE) —Si, muller, pola túa cara bonita. Voume, que coma siga a falar contigo xa me enche a marea.
(LUISA) —Oes, pídelle a don Xesús que che preste os cartos, e se non o fai… —Luisa púxose a pensar—. Apáñalle unhas poucas ameixas, que non o vai notar. Ese home non distingue unha ameixa dunha mallada de grelos. Pero se pensa que o camiño do carro é unha estrada pavimentada, home. Medio quiliño, hoxe; mañá un puñadiño… Mira que ven dunha aldea no medio do monte, Pepiño, e non se decata do que é un viveiro.
(PEPE) —Non vou roubar nada, Luísa, son un home honrado.
(LUISA) —Pero iso non é roubar, home. Porque apañes unhas poucas ameixas non vas deixar de ser honrado. Se xa cho di o apelido: Xosé Honrado Leal.
(PEPE) —Torrado, Luísa. O meu apelido é Torrado —Pepe fai un aceno cos dedos—, non Honrado.
(LUISA) —Bah, por un par de letriñas. E ademais tes o outro apelido que é Leal. E que vas a seguir sendo Leal aínda que apañes un medio quiliño un día, un puñadiño outro, e dos quilos unha semana máis tarde… E así imos facendo un petiño —pon cara de súplica—, para o coche, home.
(PEPE) Imos ver, Luísa —di Pepe con paciencia—. Voucho dicir a modiño e pronunciando para que o entendas ben: non lle VOU ROUBAR A DON XESÚS, CARALLO!!!! —remata berrando—. E chama á rapaza, que ten que ir ao xornal.
(LUISA) —Esa é outra. A coitada. Ter que erguerse tan cedo para ir a estragar as manciñas nesa auga tan fría.
(PEPE) —Ai, si, que delicadiña me é —burlouse Pepe. Logo pegou un berrido—. Vai espertala e que se despabile, leria, que a marea non espera a ninguén. E non fai falla que se maquille,  que as ameixas e os berberechos non se fixan nesas cousas.
(LUISA) —A nena non se maquilla cando vai traballar, animal —e logo moumea para sé mesma—. “Esa rapaza non pode ser filla miña, mira que lle gusta ir á marea. Que lle verá a eses bichos metidos en cunchas”?  —fai un aceno de asco—. “Co babosos que son” —vaise ata as escadas e pega un grito—. Merche! Merchiña! Miña nena! que xa che é hora, muller! Que vas perder a marea! —logo fala consigo mesma—. “E eu estoume a preguntar a quen sairía esta rapaza que non quixo estudar e prefire ir ao mar coma seu pai”. “Ten que ser cousa da miña sogra, que a muller traballaba no mar ata cando estaba parindo; cando lle entraban as dores de parto inclinábase, soltaba ao crío e hala, a seguir apañando ameixas e berberechos”. “Tan delicadiña coma é a miña nena, e feita coma unha pera, que podería estar detrás dun mostrador vendendo perfumes e cosméticos, recendendo a Adolfo Domínguez en vez de cheirando a “eau d`esterco”. “Quen entende a esta xuventude”.
Baixa a Merchiña, enfundada nuns pantalóns de pana tan estragados que xa perderan a cor, cunha camisa do seu pai e un xersei cos cóbados raídos. Nos pés leva uns calcetíns grosos, e tapa o cabelo cun gorro de lá coma o do seu pai.
(MERCHE) —Bos días, miña nai. Tan cedo e xa estás a rosmar soa?
(LUISA) —Ti tamén estás para unha pasarela, rapaza —dille a nai mirándoa de arriba abaixo— Anda que xa che vale. Co que ti vales, muller, e o feitiña que es. Non che gustaría mellor erguerte ás oito, coma as persoas normais, poñer un vestido bonito, con esas pernas que Deus che deu, peiteada da perruquería e vendendo perfumes, ou libros, ou se me apuras, de caixeira nun supermercado, tanto me ten. Por que tiveches que elixir unha profesión tan pouco agradecida? Mira que aínda non son as cinco da mañá, e fora está tan escuro coma a boca dun lobo, e fai tanto frío que ata ao teu pai encóllenselle os… eh… os chícharos.
Merchiña levanta unha man e detén a parolada da súa nai.
(MERCHE) —Anda que no es esgotadora, miña nai —dille poñendo un gabán enriba da roupa e calzando unhas botas de goma nos pés—. Cantas veces che teño que dicir que me gusta esta vida, que me gusta sementar ameixas e berberechos e logo recollelas. Gústame o cheiro do mar —inhala polo nariz coma para ulir—. E non hai coma este frío para endurecer o cute.
(LUISA) —Ai, iso si. Levas o cute endurecido que da mágoa. Unha rapaza tan feitiña. Vaste facer vella antes de tempo, cando teñas corenta anos vai parecer que tes sesenta.
Merchiña dálle unha labazada na cara á súa nai.
(MERCHE) —Ti tes corenta e cinco e asemellas ter corenta e seis.
(LUISA) —Simpática si que es, si —Merchiña dáse a volta parar marchar. Luísa vai tras ela—. Oes, nena. E que me dis dos noivos? Seica non tes?
(MERCHE) —O que non teño é tempo para seguir a falar contigo, mamaíña. Véxote despois, cando volva da marea.
(LUISA) —Pero mira —Luísa sigue detrás da filla—. Que me dis do Antoñito?
(MERCHE) —Que Antoñito? O fillo de don Xesús?
(LUISA) —Ese mesmo, filliña.
A rapaza vota unha gargallada.
(MERCHE) —Vai durmir outro pouco, miña nai, que a ti madrugar aféctache aos miolos.
(LUISA) —Onde vou ir é á perruquería, que mira que pelos teño.
(MERCHE) —Así che vai. De tanto colorante que lle votas remata por queimarche o cerebro.
(LUISA) —O que dixen antes, simpática si que es, si. Hala, imos, que se me vai pasar a hora.







Segundo acto


A casa de don Xesús e dona Teresa. Ésta está obrigando á criada, Pilar, a poñer un uniforme.
(PILAR) —Isto é unha aldraxe, señora. Mira que servín en casas e en ningunha me obrigaron a poñer estes trapos.
(DONA TERESA) —Pero é que imos ter sempre a mesma discusión? Agora estás nunha casa fina, Pilariña —bota unha risa—. Fina, Pilariña. Saíume un verso. O que che digo. Agora serves nunha casa fina e tes que vestir de acordo ao noso estatus.
(PILAR) —Ai, si, a fina non hai quen lle gañe —bota unha ollada ao corpo entrado en carnes da muller—. E onde vai atopar unha cofia, señora? —búrlase a criada—. Paréceme que non hai tenda neste pobo que venda cofias. A derradeira creo que lla venderon á avoa da miña bisavoa, alá polo ano mil oitocentos, cando servía á avoa da marquesa de Rubiáns.
(DONA TERESA) —Seica te estás a burlar, Pilariña. Teño algo que che vai servir perfectamente —vai ata un caixón e saca unha liga—. Isto leveino o día da miña voda.
Pilar mira a liga, logo tócase a cabeza para tasmear a medida. A liga é máis grande que a súa cabeza.
(PILAR) —Eh… señora. A min dáme que esa liga é… isto, é… E que eu creo que non me vai servir. O seu cadril é máis pequeno que a miña cabeza. Vaime quedar moi preta.
(DONA TERESA) —Pois se lle engade un cachiño de goma, non te apures por iso.
Pilar resolla e moumea:
(PILAR) —“Mal raio a parta. A esta muller chóvelle dentro. Pero se chegou dunha aldea perdida no medio do monte, e antes de que lle tocara a lotería apañaba herba para as vacas e plantaba patacas. É incrible. E que non me faga ir así á rúa, porque se van rir de min ata os cans”
(PILAR) —Señora —di a moza, pensando que en canto saia do salón quítase a liga e o resto do uniforme—. Teño que ir mercar. Fainos falla lacón, que ao señor gústalle cunha mallada de grelos; e fariña, e azucre —vai contado polos dedos—, un paquete de sopa. E pensei traer unhas rodeliñas de pescada para vostede e poñelas cunha allada, que sei que lle van ir mellor que o lacón e os grelos. Lembre que ten que adelgazar oito quilos. Polo menos niso quedou a primeiros de ano.
(DONA TERESA) —Xa sei, muller —dona Teresa era unha muller entrada en carnes, cuns cadrís coma patas de elefante. Facía réxime de seguido pero non conseguía baixar quilos porque por detrás de Pilar dáballe aos bombóns.
(PILAR) —Vanme facer falla cartos, dona Teresa.
(DONA TERESA) —Pois claro, muller. Dille á peixeira que che dea as mellores rodeliñas, con tres arránxome. E que non sexan papeis de fumar, eh.
A criada moumea:
(PILAR)—“E si che da a pescada enteira, aínda mellor. Mira que es larpeira, coma se non soubera que te pos de chocolate ata as trancas cando non te vexo. Así como vas adelgazar, famenta” —Logo di en voz alta—. Si, señora. Xa sabe ela que para vostede a mellor pescada.
(DONA TERESA) —Achégame a carteira que está no caixón da miña mesiña de noite —Pilar vai a pola carteira e tráella. A muller saca un billete de cincuenta euros e dállo—. Tráeme o tícket de compra, coma sempre.
(PILAR) —Pois claro, señora.
Don Xesús entrou nese intre no salón, sentou á mesa, serviuse unha cunca de chocolate e dúas rosquillas. E chegou a tempo de oír as ordes da súa dona.
(DON XESÚS) —Pero a ti paréceche que esta moza pódeche chourizar na compra, Teresa? Pero se leva con nos desde que chegamos aquí, muller, e ademais veume moi ben recomendada.
(DONA TERESA) —Pero se non é porque desconfíe, home —torce o fociño e lánzalle ao marido un sorriso asesino—. E que quero estar ao tanto de cómo vai a vida.
(PILAR) —Pois claro, señora. Coma unha boa ama de casa, iso é.
(DON XESÚS) —Oes, Pilariña —don Xesús fixa a mirada na cabeza da moza—. Agora que me fixo, esa cofia que levas posta lémbrame moito á liga que levaba Teresa o día da nosa voda.
A criada moumea.
(PILAR) —“Non te amola, e que é a mesma” —e logo en voz alta di— Pois no é, don Xesús. Na miña cabeza non cabería a liga da señora —e volve moumear—: “Se ata lle caería da cabeza a un elefante”  —logo en voz alta segue a dicir—: O cadril da señora é moito máis estreito que a miña cabeza.
(DONA TERESA) —Iso é o resultado do réxime que estou a seguir: pescadiña e verduriñas fervidas —di a muller.
Pilar volve moumear:
(PILAR) —“E caixas de bombóns Ferrero Rocher, e a caixa vermella de Nestlé, e os Lind`or. E se vamos a iso, as talladas de queixo de Arzúa cunha tallada aínda máis grosa de marmelo. Non, si a muller o réxime sígueo, son as outras cousas que lle van á boca cando durme” —en voz alta—: Pois si, nótaselle ben. Case, case está vostede a punto de semellar anoréxica. En fin, vou ao mercado. Non tardo nada.
Cando Pilar marcha:
(DONA TERESA) —Que boa rapaza é esta Pilariña —dille Teresa ao seu home—. Traballadoriña coma poucas, e fíxate que nunca me chouriza na compra. Entrégame os tíckets, eu os reviso e nunca falla, dáme as voltas exactas.
(DON XESÚS) —Boa rapaza, si señor —segue a almorzar don Xesús. Cando remata, limpa a boca co pano e érguese—. Voume achegar ata os viveiros, para ver como van os xornaleiros.
(DONA TERESA) —Mira, saíuche outro versiño —di dona Teresa volvendo a rir coma unha parva—: viveiros, xornaleiros. Hai que ver —logo ponse seria—. Vaite polo camiño do carro, Xesús, non me metas eses zapatos de pel na auga salgada. Pero non quites a gravata que che da un aire moi de potentado. Teste que distinguir dos teus xornaleiros. Senón, como van a saber quen é o patrón?
(DON XESÚS) —Si, muller, que só vou poñer un gabán por enriba. Hala, ata o mediodía. Dille á Pilariña que lle poña unha boa tallada de unto ao lacón.
(DONA TERESA) —Si, home. Eu vou ir á perruquería, que xa me vai facendo falla tinguir as raíces.







Tercer acto



Pilar chega á casa de volta da compra. Busca ao Antoñito na súa habitación. O rapaz ao vela, achégase a ela.
(ANTOÑITO)—Miña prenda! —exclama—. Ves da compra?
(PILAR) —Veño, pero espabila que teño que poñer a cocer o lacón para o teu pai. Veña, saca o típico.
(ANTOÑITO) —O típex, Pilariña, o típex. Mira que cho teño dito veces.
(PILAR) —O que sexa, sácao dunha boa vez.
Antoñito fai un apaño no tícket. Borra un número co típex, logo escanéao no computador e ponlle unha cifra máis alta. Logo o imprime e o apaño apenas se nota. Dese xeito, Pilar quédase polo menos con vinte euros cada vez que sae á compra que reparte co rapaz.
(PILAR) —Faino ben, mira que sempre me dis que a túa nai ten no cerebro unha vaca que berra.
Antoñito míraa por enriba dos lentes.
(ANTOÑITO) —Como vai ter unha vaca que berra no cerebro, Pilariña? Miña nai ten a cabeza grande, pero non lle cabe unha vaca, ó, un becerro ao mellor aínda o mete, se é pequeniño, pero unha vaca…
(PILAR) —Non é unha vaca de verdade, ó. Refírome ao aparelliño electrónico ese que pinchas cun lapisiño e escribes na pantalla. Dixéchesmo ti.
(ANTOÑITO) —Unha blackberry, muller! Chámase blackberry, non unha vaca que berra! Anda que ti tamén.
(PILAR) —O que sexa, faino ben que dona Teresa parece parva, pero...
(ANTOÑITO) —Que miña nai é parva?
(PILAR) —Non dixen que fora parva, só que o parecía. Túa nai ten de parva o que eu teño de enxeñeiro aeroespacial.
(ANTOÑITO) —Ah, pois a ver si respectamos, eh? Veña, aquí tes. E non esquezas darme a miña parte.
(PILAR) —Non, se ti non das puntada sen fío, non. Tes de parvo o mesmo que túa nai, es un interesado. Xa cha darei que agora non levo cambio.

Simultaneamente dona Teresa atópase na perruquería con Luísa, a nai de Merchiña, e esta non perde ocasión de ter unha conversa con ela.
(LUISA) —Ai, dona Teresa, que ben a vexo. Seica adelgazou, non si? “Aínda que non sei onde porque está tan vaca coma sempre”
(DONA TERESA) —E que me propuxen facer réxime antes de que comezara o verano —achegouse a Luísa coma para contarlle un segredo—. Este ano quero poñer un bikini.
Luísa tivo que facer esforzos por no botarse a rir. En lugar diso, rompeu a tusir e a pegarse golpiños no peito.
(LUISA) —Perdoe, e que me foi pola gorxa pequena. Pois claro que poderá poñer bikini, muller; se está vostede que mete medo —Luísa moumea—: “O medo é o que imos ter nos como se lle ocorra meterse no mar cando está cheo. E quen de provocar un tsunami, deixar a Carril mergullado e mandarnos a todos a vivir a Xiabre”—en voz alta dirixíndose a dona Teresa—. Poña un bikini, muller, poña un bikini —volve moumear— “a ver si o atopa nunha tenda de tallas para focas” —outra vez en voz alta—. Mire, e o seu marido como está?
(DONA TERESA) —Moi ben. Saíu cedo esta mañá para vixiar… eh, quero dicir, para aproveitar que o mar está devalado para quitar unhas pouquiñas desas verduriñas que crecen nos viveiros.
A Luísa cústalle traballo pechar a boca.
(LUISA) —Ai, si. Xa o vin ir vestidiño con traxe, gravata e uns zapatos de pel, xusto a vestimenta adoitada para sacar “verduriñas” do viveiro. “Estoume a preguntar se tamén levaba traxe alá na súa aldea, cando plantaba patacas, repolos e leitugas” —moumea Luísa. Logo en voz alta—. Oia, e nunca probou as “verduriñas” esas? Estanlle de boas cocidas cunha allada…
(DONA TERESA) —Daquela cómense? —pregunta dona Teresa asombrada.
(LUISA) —E como non se van comer, muller. Do mar cómese todo. Na tenda sonlle caríiiisimas, e nos témolas de balde.
(DONA TERESA) —Ai, non che tiña nin idea. Éille dicir a Xesús que me traia unhas poucas. Cócense e xa está, non é?
(LUÍSA) —Tal cal, cuns cacheliños e unha allada. Están boísimas, e sonlle adoitadas para facer réxime. E díxome que don Xesús ía ao viveiro, non si? Vestidiño con traxe, gravata e zapatos de pel. Igualiño que os seus xornaleiros.
Dona Teresa estira a boca intentado sorrir.
(DONA TERESA)—E que antes tiña que pasar polo despacho, muller.
(LUISA) —Ah —que Luísa soubera, don Xesús non tiña despacho en ningures, pero non era cuestión de mencionalo se quería emparentar con esa familia—. E o rapaz? O Antoñito ¿Qué tal lle van os estudos? Seica está a estudar dereito.
(DONA TERESA) —Muller, todo o tempo non. Na universidade teñen uns asentos como o “semiciclo” do congreso.  De cando en vez ponse dereito, iso si, porque senón acabaría amolado das costas, pero case sempre está inclinado sobre os libros.
A Luísa empézanlle a tremer os labios coas ganas de rir. Ten que apertalos con forza.
(LUISA) —Chámase hemiciclo, dona Teresa, hemiciclo, pero eu referíame á carreira que está a estudar.
(DONA TERESA) —Luisa, en verdade non estás no mundo, non. O meu fillo non estuda para unha carreira, muller, non vai ser atleta, estuda para ser avogado. Seica non fuches á escola. Pois para andar polo mundo haiche que saber facer algo máis que sumar dúas máis dúas. E dise semiciclo, díxomo o meu fillo que é listo coma un esquío.
(LUISA) —Buenooo… Que me vai contar, de seguro que si. Unha preguntiña nada máis, dona Teresa. Os seus pais era irmáns?
(DONA TERESA) —Coma ían ser irmáns, muller. Non, que va. Pero eran primos irmáns, iso si. E por que o preguntas?
(LUISA) —Ai, non, por nada. Era unha curiosidade que tiña nada máis. E que tal lle van os estudos de derei… quero dicir, de avogado ao Antoñito?
(DONA TERESA) —Tremendos, Luísa, tremendos. Mira se é difícil que o pobre leva doce anos para sacar o título e aínda non foi quen. E o rapaz é listo, e estuda todo o día, pero os profesores téñenlle xenreira. Eu creo que é porque teñen medo de que lles quite o posto cando aprobe, fíxate.
(LUISA) —Deber ser iso, si —asentíu Luísa empezando a retractarse de querer emparentar con dona Teresa e don Xesús.
(DONA TERESA) —E a túa nena? Seica tes unha rapaza, non si?
(LUISA) —Teño, si, señora. Unha mociña ben feita. Chámase Merche e ten vinte e tres anos. Está solteiriña aínda.
(DONA TERESA) —E tamén está a estudar, non si?
A Luísa rechíanlle os dentes.
(LUISA) —Pois mire que non. Ela está a seguir a tradición dos Torrado, todos son homes e mulleres de mar.
(DONA TERESA) —Non me digas que tamén vai á marea.
(LUISA) —Vai, a coitada. E elle a que máis ameixas e berberechos lle apaña. E tira do rastro coa forza dun home, si, señora. Elle unha muller de pelo en peito.
(DONA TERESA)  —Como dis? Que ten pelo no peito?
(LUISA) —“Ai” —suspira Luísa—. É un xeito de falar, muller. Quero dicir que é unha rapaza moi apañadiña e traballadora coma non hai outra. E o seu fillo, seica ten moza?
(DONA TERESA) —Quita, muller, que vai ter. Está tan “absolto” nos estudos que non che ten tempo para mozas. E mira que eu teño ganas de ter netos, eh, pero ata que o rapaz remate de estudar e atope un posto de traballo, non vai poder ser.
(LUISA) —Absorto, dona Teresa, olle a miña boca, dise ab-sor-to —a muller a mira coma se non soubera de que está a falar—. Que está absorto nos estudos, muller, non absolto. Absolver só absolve o cura cando un se confesa, ou o xuíz, se cadra, dalgún delito.
(DONA TERESA) —Luisa, de verdade, que unha muller sen estudos coma ti me corrixa a min, co mundo que eu teño. Ai, é que é para foderse, vaia que si. Dixen absolver, non sorber;  sorber, sórbense os mocos. Que terán que ver aquí o cura e mailo xuíz.
Luísa moumea para sé mesma.
(LUISA) —“Fodeeeeer, como está esta muller” “E que mundo vería se da súa aldea, alá no medio do monte, saíu para vir parar a este pobo”? O máis que puido ver do mundo foi Vigo e Pontevedra cando viña no coche. Voume ter que reformular o emparentar con ela. A saber coma saíran os meus netos tendo unha avoa coma esta. Por que será que de súpeto o Manolo paréceme tan bo rapaz? E como fago para sacarlle a esta muller os cartos que me fan falta para arranxar a billa, o coche e a uralita do tellado?
(DONA TERESA) —Oes, Luísa —dona Teresa achégase a ela para preguntarlle en voz baixa—. Neste pobo non hai un casino?
(LUISA) —Un casino? —pregunta Luísa case a berros. Dona Teresa dálle un golpe no ombro.
(DONA TERESA) —Chissss! Non berres, muller, que non fai falla que se decate todo o mundo. Só quero saber se non hai neste pobo onde —fai xestos coas mans— pasar un ratiño. Xa me entendes.
A mente de Luísa vai a toda mecha. Por esas datas estábase a celebrar no pobo unha concentración de embarcacións tradicionais. E a organización dispuxo facer unha regata entre tódolos participantes. Unha regata amigable na que non habería gañador, senón un trofeo igual para todos.
(LUISA) —“Así que a esta muller gústalle o xogo? E digo eu, como cantos cartos malgastará”? —en voz alta di—. Dona Teresa, que este e un pobo pequeno, muller. Se quere xogar nun casino vai ter que ir polo menos ata Pontevedra. Pero hai unha partidiña de brisca tódolos días alá no paseo. Xúntanse unhas cantas mulleres e…
(DONA TERESA)  —Muller, non me refiro a iso. Eu pensaba máis ben na ruleta, o bingo, unha partidiña de póker.
Luísa abre a boca escandalizada. Sacude a man no aire.
(LUISA) —“Esta muller é unha ludópata”. “Vanlle as apostas” “Isto hai que aproveitalo” —en voz alta dirixíndose a dona Teresa—. Oia, e o seu fillo que tal se adaptou á vida nun pobo da costa? Seica lle tivo que ser difícil. De seguro que aínda non foi quen de coller un remo para levar unha gamela.
Dona Teresa fala soa.
(DONA TERESA) —“E que terá que ver o que estabamos a falar co que meu fillo saiba remar” “Esta muller non está ben da azotea” —logo di en voz alta—. Pois o meu fillo adaptouse moi ben. Antoñito é un rapaz ao que se lle da ben todo. Tanto colle un remo para levar unha gamela, coma se monta nunha bicicleta e fai o camiño de Santiago desde O Milladoiro.
(LUISA) —Pero de certo que non é capaz de igualar ao meu xenro, Manolo. Ese si que é un rapaz capaz de todo. Leva tantos anos traballando no mar que case nace nunha gamela cun remo na man.
(DONA TERESA) —Pero non dixeches que a túa filla estaba solteira?
(LUISA) —Bah, é como si xa estiveran casados. Levan tantos anos sendo mozos. Pero o que eu lle quero dicir é que non creo que o seu Antoñito reme tan ben e tan rápido coma o meu Manolo.
(DONA TERESA) —Pois non creo eu. Coma se vai comparar un mozo que non ten estudos cun rapaz que leva tantos anos estudando. Seica o teu Manolo non poderá gañar ao meu Antoñito nunha carreira.
A cara de Luísa ilumínase. Xa ten a forma de sacarlle os cartos a dona Teresa.
(LUISA) —Pois agora ten a oportunidade de demostralo —dille tentando que a muller pique o anzol.
(DONA TERESA) –Ai, si. E como?
Luísa frétase as mans mentalmente.
(LUISA) —Vostede veu a cantidade de barquiños tradicionais que hai amarrados nos pantaláns?
(DONA TERESA) —Que pantalóns? Non che sabía eu que os barcos se amarraran aos pantalóns.
(LUISA) —Pantaláns, dona Teresa, pantaláns, con “a”. Son eses peiraos pequeniños onde se amarran os barcos —dona Teresa fixo un aceno coa cabeza asentindo—. Eses mesmiños. Pois fíxese que se vai celebrar unha regata na que poden participar todos os mozos da vila que queiran. O seu Antoñito pode apuntarse, se é que se cre capaz de gañar, claro.
(DONA TERESA) —Pois claro que pode. E onde se ten que anotar?
(LUISA) —Pois mesmo que fale coa organización. Pero dubido moito que sexa capaz de gañarlle ao meu Manolo. Fíxese que estaría disposta a apostar por el.
Dona Teresa vese picada e morde o anzol.
(DONA TERESA) —Queres que fagamos unha aposta?
(LUISA) —Ai, non dixen tal, dona Teresa, que se o sabe Pepe é quen de darme unha malleira.
(DONA TERESA) —E por que o ha de saber? Se ti non llo dis…
Se achegan as dúas como conspirando.
(LUISA) —En que aposta está pensando?
(DONA TERESA) —Pois, en cen euriños?
(LUISA) —Dona Teresa, muller…
Dona Teresa segue a picar.
(DONA TERESA) —Douscentos —Luisa torce o fociño.
(LUISA) —Esta é unha regata seria, dona Teresa. Pero non querería abusar, levo vantaxe.
(DONA TERESA) —Dous mil.
(LUÍSA) —Eu que pensei que vostede tiña cartos dabondo —di Luísa coma quen non quere a cousa. A muller cae coma unha china.
(DONA TERESA) —Non imos a rejatear, Luísa. A miña casa e os viveiros de Xesús a que o meu Antoñito jaña a rejata.
Luísa abre os ollos coma pratos. Aínda que pensa que foi moi lonxe, a avaricia pode con ela.
(LUISA) —Pero se non lle podo cubrir a aposta, dona Teresa; que eu só teño a miña casiña, o coche e a gameliña de Pepe.
(DONA TERESA) —Non importa. A miña casa e os viveiros a cambio da túa casa, o coche e a jamela. O meu Antoñito jáñalle ao teu Manolo.
Luísa aínda finxe pensalo un pouco. Despois líbrase dos remorsos e téndelle a man.
(LUISA) —Feito. Temos unha aposta. Chelo, apunta —Chelo é a perruqueira—: Dona Teresa Quiroga Ferreirós aposta contra Luísa Fernández García a que o seu fillo Antoñito gáñalle a regata a Manolo Gómez. Firma como testemuña.
(CHELO) —Pero non consta a contía da aposta.
(LUISA) —Eso queda entre dona Teresa e máis eu —Luísa escribe no papel a contía da aposta e logo méteo nun sobre pechado que lle entrega a Chelo—. Non se che ocorra abrilo ata o día da regata.
(CHELO) —Para nada, Luísa. Se xa me coñeces, son discreta coma unha tumba.
(LUISA) —Pois xa está. E agora voume que xa se me fixo tarde dabondo para poñer a ola ao lume.
A discreción de Chelo chegou á casa de Luísa antes que ela. E Pepe e Merchiña, xunto co Manolo xa estaban alí cando volveu de mercar. Pepe esperábaa coas mans en xerras. Luísa traga saliva e resolla.
(PEPE) —Dime agora mesmo que o que acabo de ouvir non é certo.
Luísa tenta disimular.
(LUISA) —A que te refires? Non sei de que me estás a falar.
(PEPE) —Apostaches esta casa, o meu coche e a miña gamela con dona Teresa a que Manolo lle gaña a regata ao seu fillo? —tronoulle a voz
(LUISA) —“Manda carallo, neste pobo é imposible manter un segredo” —moumea Luísa. Logo dille a Pepe—. Eu non fun, Pepe. Comezou ela. Foi ela a que me encirrou. É que a muller é unha ludópata e quería saber se aquí hai un casino.
(PEPE) —E que ten que ver que a muller sexa unha ludópata con apostar todo o que temos? Seica se contaxia ou qué?
(LUÍSA) —Pepe, esa muller ten un vicio, e xa sabes que os vicios non hai que deixalos de súpeto, que logo se sofre o síndrome de abstinencia, hai que ir pouco a pouco. Non querería ser a culpable de que á muller lle dea unha crise de ansiedade desas.
(PEPE) —A ansiedade vaiche dar a ti cando te converta nunha estatística.
(LUISA) —Unha que?
(PEPE) —Unha estatística. Coma non vaias e desfagas a aposta agora mesmo saes nos telexornais como me chamo Pepe.
(LUISA) —Como vou desfacer a aposta, Pepiño. É a miña honra o que está en xogo. Coa honra non se xoga. Xa o di o meu apelido: Luísa Honra García.
(PEPE) —Pois voucho trocar polo de Eivada —logo pega un berrido—. Fernández, Luísa; que te chamas Fernández, muller!
(LUISA) —Fernández, Honra… os dous apelidos levan o “r”, o “n” e o “a”. Iso son vale nada, ou qué?
(PEPE) —Merchiña, Manolo, a ver se vos sodes quen de facer entrar en razón á túa nai, porque a mi se me están enchendo os… os… os… Os chícharos! E voume antes de esmagala.
(MERCHE) —Pero mamaíña, que fixeches? Como fuches quen de apostar todo o que temos?
(LUISA) —Pero muller, que está todo controlado. Seica ti cres que o Antoñito pódelle gañar a regata a Manolo?
(MANOLO) —Que me vai gañar, ó. Se ata remando cos pés e os ollos pechados lle podería gañar. Pero por iso mesmo, é xogar con vantaxe. Non é honrado, siña Luísa.
(LUISA) —Pero se foi ela. Foi ela quen mo puxo a ovo. Mira que dicir que o seu Antoñito podía gañarlle a ti, o mellor mozo de todo o pobo.
(MANOLO) —Ai, vaia!, agora son un bo mozo. Pois hai un par de horas quería emparellar á Merchiña co Antoñito. E lémbrolle que aínda non me pediu que participase. Non tiña pensado facelo —dixo dándose importancia.
(LUISA) —Manoliño —Luísa achégase a Manolo e pásalle a man polo ombro mimosa—. Iso foi antes de saber que os seus avós eran primos irmáns. Quen sabe como lle sairían os fillos á miña rula. Que va! Ti es mellor partido para a miña nena —segue a darlle xabón—. Sabedes o que ides gañar se quedas primeiro na regata?
(MERCHE) —Pois segundo di Chelo, a casa de dona Teresa e os viveiros do seu marido.
(LUISA) —Será larapeteira! Nin da perruqueira te podes fiar. Se gaña o Manolo, a casa de dona Teresa regálovola.
(MERCHE) —E hasme deixar casar con el.
(LUISA) —Pois claro, muller. Non che estou a dicir que vos regalo a casa. Mira que é mellor que esta. Convence a este rapaz para que participe e ao teu pai para que acepte, e a casa e vosa.
Merchiña mira para Manolo suplicante. Este acepta.
(MANOLO) —Vale, veña, acepto —e alá van os dous a convencer a Pepe.
Na casa de dona Teresa e don Xesús, está dona Teresa revisando o tícket de compra que lle entregou Pilariña, e atopou un desaxuste na suma total. Chama a gritos a Pilar.
(DONA TERESA) —Pilar! Pilariña! Piliña!!
(PILAR) —Xa vou señora, oína a primeira vez.
Achégase ao salón, onde se atopa a muller e a ve co tícket na man. Éntranlle arrepíos e apresúrase a defenderse antes de que a patroa a ataque.
(PILAR) —“Ai, carallo que xa se decatou do dos tickets” “Pois non vou cargar eu soa co paquete, vaia que non” —en voz alta—. Señora, eu non fun. Xúrolle que eu non tiven nada que ver. A idea foi do seu fillo.
(DONA TERESA) —Coma ía ser do meu fillo, rapaza? Que saberá el?
(PILAR) —A que non sabe é vostede. Ten un fillo a mar de apañadiño. Foi el a quen se lle ocorreu poñerlle “típico” ao ticket e logo “canealo” no computador. Fíxese ben, troca un numeriño acá e outro alá, e outro acolá, pásao polo computador, ponlle numeriños novos e dese xeito chourízalle a vostede uns vinte euros por cada compra que eu fago. É listísimo ese fillo seu. Vai chegar a ministro polo menos, xa o verá.
(DONA TERESA) —Pilariña, o último que che oín dicir que puiden entender foi que teño un fillo moi apañadiño. A partir de aí xa me perdín, non che entendín nadiña. Estou a mirar o ticket porque a suma total non cadra, rapaza. Segundo isto, pagácheslle vinte euros de menos á peixeira, pero nas voltas que me deches non aparecen.
Pilar moumea.
(PILAR) —“Este rapaz é idiota”. “Pois non se lle esqueceu trocar os números da suma total”. “Pero onde deixaría eu o sentido para me enlear cun mozo que leva doce anos tentando sacar unha carreira”? “Só a min se me ocorre” —en voz alta—. Xa lle dixen que é cousa del. Seguro que se o chama e lle pregunta, explicarallo mellor ca min.
(DONA TERESA) —Antoñito! Antoñito!! Antonio López Quiroga!! —chamao a berros —o rapaz que estaba no seu cuarto, sae e achégase ao salón, onde se atopan Pilar e a súa nai. Tenta dar media volta cando ve a esta co tícket na man—. Pásame para acá, mamalón. Que me está a dicir Pilar de non sei qué dun “típico” e dun “caneo” do tícket no computador?
(ANTOÑITO) —Non podías ter a boca pechada, non? —dixo dirixíndose á criada—. Pois non creas que vou pagar eu só. Foi ela, mamá, a que me encirrou. Díxome que se amañaba o tícket de compra, repartiría comigo a sisa. Foi ela, que é unha espabilada. Como che ía eu roubar co bo fillo que son. Se non me fai falla, muller.
(DONA TERESA) —Mal raio vos parta aos dous! —berrou—. Estivéstesvos aproveitando da miña boa fe —bota a choromicar—. Eu, que che abrín a miña casa, que confiaba en ti, Pilariña; que me viñeches tan recomendada. E ti, langrán, o meu propio fillo líase coa criada para roubarme —finxe un desmaio, leva unha man á cabeza e deixase caer nun sofá. Nese intre que entra don Xesús chamando a súa muller a berros.
(DON XESÚS) —Teresa! Teresa! Máis che vale que te encerres onde non te atope, porque coma o faga vas a abrir as noticias dos telexornais!
(ANTOÑITO) —Por que estás a berrar, meu pai? Que fixo esta muller agora. Mira que non che está para moitas lerias.
(DON XEÚS) —Vouna despelellar! Quítama das mans ou arráncolle o pelello!
(ANTOÑITO) —Pero que fixo, ó?
(DON XESÚS) —Que fixo? Que fixo? Apostou a casa e os viveiros a que lle gañabas a regata de embarcacións tradicionais ao seu xenro Manolo.
Antoñito abriu a boca e sinalouse cosas mans. Logo levounas á cabeza.
(ANTOÑITO) —A ti quentáronseche os miolos, miña nai. Como lle vou gañar a un home que leva remando toda a súa vida, se eu non vin unha gamela nada máis que de lonxe amarrada ao peirao.
Dona Teresa xa reposta do vaído mira ao seu fillo cun sorriso arteiro. Achégase ao seu fillo e dille en voz baixa.  
(DONA TERESA) —Pois xa podes ir adestrando se queres que esqueza o do tícket e non lle diga nada a teu pai. Espabila ou che apunto de voluntario a seguinte vez que pidan monos para ir ao espazo.
(DON XESÚS) —Como se che ocorreu, muller tola? Seica pensas que remar nunha regata é o mesmo que xogar cos patiños de goma na bañeira, ou que? Cando viches que o teu fillo fixera outra cousa cun remo máis que metelo?
(DONA TERESA) —Non foi culpa miña, Xesusiño. Foiche a Luísa que me encirrou. Mira que dicir que o seu xenro Manolo é máis espabilado que o noso Antoñito. A quen se lle ocorre? O noso neno é quen de gañarlle a regata a Manolo cos ollos pechados.
(DON XESÚS) —Ai si? Pois imos velo. Xa che estou vendo ir tódolos días a adestrar. E non vale meterse na bañeira e mover os brazos. Xa podes espabilar ou envíote voluntario á Lexión a facer de cabra. E a ti —refírese á súa muller—, xa che direi onde has ir parar coma este pailán non gañe a regata.
Don Xesús marcha do salón abraiado. Quedan os tres: dona Teresa, o Antoñito e a Pilar. Dona Teresa fala entón co seu fillo.
(DONA TERESA) —Xa o oíches. E ti, rapaza, xa podes ir buscando unha jamela para que adestre o Antonio. Ou vaslle facer compaña na lexión.
Quedan sos os dous rapaces.
(ANTOÑITO) —Xa oíches. Busca unha jamela e vai empezando a ensinarme a remar.
(PILAR) —rosmando para ela—. “Ensinarte a remar”. “Coma quen ensina a un can a dar a pata”. “E máis doado que o meu gato aprenda a multiplicar que este langrán aprenda a coller un remo”. Pois si que foime ben traballando para estes… estes… estes… aldeáns.







Acto cuarto


Chega o día da regata. Manolo e Antoñito sitúanse cada un na súa gamela. No peirao están as súas familias, cada unha esperando que gañe o seu rapaz.
Comeza a carreira e o público aturuxa aos participantes.
Coma é lóxico, gaña o Manolo e Antoñito amolado tira o remo ao mar.
Luísa achégase a onde está dona Teresa. Esta fai coma que non a ve, pero a muller dálle un golpiño no ombro.
(LUÍSA) —Dona Teresa, seica o meu xenro gañou a regata —achégase a ela moi preto e dille baixiño—: Vostede e máis eu fixemos unha aposta.
(DONA TERESA) —Non me esquecía Luísa —aínda que a dona Teresa lle rechían os dentes—. Por suposto que che pago a aposta. Unha débeda de xogo é unha débeda de honra.
(LUÍSA) —Iso mesmo penso eu. E cando lle parece ben que vaia cobrar a aposta?
(DONA TERESA) —Pois mesmo mañá xa me ven ben.
Nese mesmo intre, Pepe e don Xesús están a falar do mesmo.
(PEPE) —Don Xesús, esqueza a aposta que fixeron as nosas mulleres. Non teño pensado cobrarlla.
Don Xesús ponlle a man enriba do ombro a Pepe.
(DON XESÚS) —Pepiño, es un bo home, pero unha aposta é unha aposta. E eu son un home de honra.
(PEPE) —De seguro que me vai dicir que o seu apelido é Honra.
(DON XESÚS) —Non home, chámome Xesús López, pero son tan honrado coma o que máis. A miña muller apostou coa túa e o meu fillo perdeu. A casa e os viveiros son teus.
(PEPE) —Meus non, don Xesús. Serán dela que foi quen fixo a aposta. Pero, que vai facer vostede sen a casa e os viveiros?
(DON XESÚS) —A verdade, Pepe, é que eu son un home de terra dentro. Vin a Carril porque a miña muller empeñouse en ter unha casa na costa, preto da praia. Pero eu boto de menos as miñas leiras, cultivalas, criar galiñas, porcos e vacas. Coma di o meu compadre Xosé Ramón, a min gústame o marisco de cortello: o xamón, o touciño, os chourizos da casa, o lacón, unhas boas costeletas de terneira… Facerme cunha bodeguiña de viño das miñas parras… As ameixas, os berberechos, as nécoras, e o resto da fauna mariña déixovolos a vos.
(PEPE) —Pero se á súa muller gústalle vivir aquí, don Xesús —insiste Pepe.
(DON XESÚS) —Pois ese vai ser o seu castigo. Vouna levar de volta para a aldea, e se quere comer ameixas, berberechos ou nécoras, espero que teñas a boa vontade de enviarme un par de quiliños unha ou dúas veces ao ano.
(PEPE) —Conte con elas, pero segue sen parecerme ben aceptar o pago da aposta.
(DON XESÚS) —Pero se a min o que me sobra son cartos, home. Xa era rico antes de gañar a lotería. Así que non vou botar de menos uns viveiros que nin sequera me gustan, e unha casa que me gusta aínda menos. Todo e teu.
(PEPE) —Meu non, da miña muller. E xúrolle, don Xesús, que ela tamén vai pagar pola aposta.
Os dous homes danse a man.
No peirao, Manolo está a recibir o trofeo e as felicitacións de todos. Antoñito o que recibe é o consolo de Pilar.
(PILAR) —Non te preocupes, home. De seguro que hai outros campos onde o Manolo non che chega nin á sola do zapato.
(ANTOÑITO) —Tes razón. A conducir un tractor non me gaña ninguén. Vou deixar a universidade e voume poñer a traballar as leiras do meu pai. A min sempre me gustou iso, pero a miña nai insistía tanto en que estudara… Veste comigo para a aldea?
Pilariña frégase mentalmente as mans.
(PILAR) —Ímosllo dicir a túa nai. Estou desexando ver a cara que pon.
Don Xesús colle á súa muller do brazo e lévaa aparte.
(DON XESÚS)  —Xa podes ir facendo a equipaxe porque mañá mesmo volvemos á aldea.
Dona Teresa perde a cor.
(DONA TERESA) —Pero que dis?
(DON XESÚS) —Perdeches a casa e fixéchesme perder os viveiros. Onde vas quedar agora e para que? Pensas que che vou mercar outra? Volvemos para á nosa aldea e imos volver a cultivar a terra. Vas coller a legoña e vaste poñer a arar. Ai, e segundo estou vendo, a Pilariña vense con nos. E paréceme que non ven para servir.
Dona Teresa mira para o seu fillo que está con Pilar e dálle un vaído. O seu home a sostén e a abana coa man.
Entre tanto, Pepe fala tamén con Luísa.
(PEPE) —Noraboa, Luisiña —dille sorrindo con retranca—. Xa es dona dos viveiros de Don Xesús. E lembra que a casa prometícheslla  aos rapaces. Mañá mesmo ensínoche a sementar ameixas e berberechos, a limpar os viveiros de esterco e a tirar do rastro.
Luísa perde a cor.
(LUISA) —Pero que dis? Os viveiros gañeinos para ti, Pepe.
(PEPE) —Ai, non. A aposta fixéchela ti. Os viveiros son teus agora. Aprende a traballalos.
(LUISA) —Pero, Pepe, que eu son do interior, home.
(PEPE) —De que interior se naciches aquí, ó?
(LUISA) —Pero os meus avós eran do interior, Pepiño. Non me podes facer isto. Que sei eu de viveiros, se non distingo unha ameixa babosa dunha zamburiña, home?
(PEPE) —Ai, xa aprenderás. Voume encargar persoalmente. Mañá a marea devala a iso das cinco e media da mañá, así que xa podes ir preparar a cea que te tes que deitar cedo. Remataron para ti os culebróns, as telenovelas, o sálvame de luxe e todas esas porcalladas televisivas. E lembra, o rastro non se enchufa nin ten botonciños que o fan traballar só. Vouche sacar tantos músculos neses brazos que vaste asemellar a Swarzennegger.
(LUÍSA) —Non! Non, Pepiño! NOOOOOON!
Saen os dous do escenario, ela protestando, el empurrando por ela.

Dos nuevos capítulos de la historia de Kyle y Alice.  ¿Que pasará? Tres Alice telefoneó a su casa para hablar con su abuela. —Ho...