LOS DEMONIOS
VIVIRÁN
PARA
SIEMPRE
Nina Mariño
Los demonios vivían dentro de él desde hacía dieciocho años; haciendo memoria, casi podía recordar el día exacto en que habían aparecido. Al principio solo asomaban la cara, como queriendo advertirle que estaban allí y que mas valía que no lo olvidara. En esos casos recurría a infusiones relajantes a base de hierbas que los mantenían a raya durante unas horas.
Pero ellos se reían de esos momentos de tregua efímera, y entonces se mostraban más audaces y enseñaban algo más que la cara, una sonrisa sardónica que le advertía que eran peligrosos y que las infusiones no bastaban para ahuyentarles. Era el momento de contraatacar con algo un poco más fuerte que las infusiones de hierbas. Era el momento de empuñar aquellos maravillosos compuestos químicos en forma de minúsculos discos. Si los ingería regularmente, los demonios permanecían dormidos varios días.
Pero había otras veces, horrorosas veces, en que aquellos monstruos venidos de no sabía dónde, mostraban su cara más espeluznante: gruesos colmillos afilados y babeantes, que lo dejaban débil, tembloroso e impotente. Y había que volver a empuñar aquellos minúsculos discos, pero en esta ocasión, de dos en dos.
Los demonios habían hecho su aparición dieciocho años atrás, alevosamente, sin avisar, sin que existiese una razón aparente.
Al principio, cuando no les conocía, les temía. Había dejado que se posesionaran de él porque no sabía como hacerles frente. Se escondía en un rincón, lloraba, gemía como un niño asustado. Temía tener una enfermedad mortal.
Con los ataques frecuentes y el paso de los años, el rostro de los demonios fue definiéndose. Ya podía anticipar cuando iban a atacar y entonces se preparaba.
Comenzaban poniéndole un nudo en la boca del estómago que le impedía respirar. Intentaba relajar ese nudo respirando despacio y profundamente. A veces lo conseguía; eran los momentos en que los demonios solo asomaban su cara.
En otras ocasiones el nudo se convertía en un bloque de cemento que le presionaba el pecho y le hacía sentir vértigos y mareos; duraban varios días durante los cuales el simple acto de meter un bocado de comida en la boca le parecía una tarea titánica, entonces perdía peso de manera alarmante. Pese a reconocer los síntomas, aún le producían temor. Entonces era cuando recurría a la química.
Y en las raras ocasiones en que mostraban los colmillos, la presión era tan fuerte, los vértigos tan intensos, que lo dejaban clavado a la cama sin poder moverse. Horribles hormigueos recorrían todo su cuerpo, desde la cabeza hasta los pies. Los dedos de las manos se quedaban rígidos, igual que la mandíbula; y era incapaz de dar un solo paso, pues todo a su alrededor giraba a una velocidad vertiginosa.
—En ese caso, no dude en doblar la dosis que toma habitualmente —le había dicho el psiquiatra.
—Pero ¿qué tengo? —preguntaba él.
—Se llama “Depresión Endógena y Trastorno de Ansiedad”
—¿Qué? Yo no tengo ningún motivo para estar deprimido —replicaba él—. Soy un hombre normal; tengo un trabajo estable con el que estoy bastante satisfecho; tengo esposa, dos hijos y una hipoteca. Tengo los mismos problemas que la mayoría de la población. Mis hijos son buenos chicos, con las inquietudes propias de la adolescencia, pero que jamás me dieron un disgusto. Mi matrimonio funciona bien. Tengo las mismas preocupaciones que tiene el resto de padres del mundo. No hay nada que me cree ansiedad. Al menos no para que me den semejantes crisis.
—A veces no existen razones. El cerebro es como un reactor donde tienen lugar diversos procesos químicos. El suyo puede que no produzca las sustancias hormonales que lo mantienen en un buen estado de salud. O puede que las produzca en mayor medida o puede que…
El hombre escuchaba atento pero sin entender nada.
—Quizá se deba a la vida que llevamos —continuó el psiquiatra— vamos demasiado deprisa, el estrés y el agobio se van acumulando sin darnos cuenta, y al final el organismo explota. Cada vez más gente sufre de su mismo mal.
Serotonina, dopamina, noradrenalina…
El mareo de nombres científicos le sirve al psiquiatra para explicar sus crisis de ansiedad; y en cierta medida, saber que sus demonios tienen nombre les hace menos temibles. Pero aún así, no son suficientes para que el hombre se sienta bien. No entiende de química, solo quiere volver a ser el que era.
El mejor momento del día para él es cuando duerme, y entonces piensa qué bueno sería seguir durmiendo para siempre.
Pero ese es solo un pensamiento teórico. Sabe que jamás lo llevará a la práctica. Porque se considera un hombre valiente. En su opinión, se necesita más valor para enfrentarse cada día a los demonios que lo acosan y dominarlos, que ponerlos a dormir para siempre. Esa es una actitud cobarde, es la salida fácil. Él no quiere morir, le gusta vivir. Le gustaría vivir mejor, pero eso es lo que le ha tocado, y aunque no lo comprende, lo acepta. Ha aprendido a aceptarlo, a convivir con sus monstruos y a mantenerlos a raya. Porque él es más fuerte. Puede que necesite ayuda, pero ha decidido tomar cada día como se presente. Si tiene que presentarles batalla durante el resto de su vida en forma de aquellos minúsculos discos, eso es lo que hará. Porque ahora sabe que sus demonios vivirán para siempre con él.
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