POR TODA
LA
ETERNIDAD
Nina Mariño
Prólogo
Se despertó y tuvo que parpadear pues la claridad era cegadora.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? ¿Que lugar era aquel? ¿Cómo había llegado hasta allí?
Sus ojos volvieron a abrirse desmesurados al ver a una fila perfecta de personas, hombres, mujeres y algún niño, a unos veinte metros a su izquierda.
Caminó hacia ellos, se situó al final de la fila y se atrevió a preguntar a la persona que tenía delante.
-Disculpe, ¿Qué lugar es este?
La mujer, una anciana, le sonrió beatífica. Le dio una palmadita en la mano y le susurró.
-No debes preocuparte. Todo está bien ahora.
Sintió una oleada de terror recorrer todo su cuerpo, un frío helador como jamás había sentido; y entonces recordó y comprendió y un grito desgarrador salió de su garganta:
-¡¡¡Nooooo!!!
Echó a correr sin esperar a ver si la perseguían. Luego cayó y cayó y cayó...
UNO
El padre Reuben Slade recorría los barrios marginales de su ciudad cada noche en busca de almas descarriadas que necesitaran su ayuda.
En su parroquia, St. Giles, acogía a vagabundos, prostitutas, drogadictos y mujeres y niños maltratados. Les daba cobijo y ayudaba a encontrar una nueva vida a aquellos que estaban dispuestos a cambiar la suya.
Reuben era el único hijo de un acaudalado financiero de Birmingham y su único heredero. Para gran disgusto de su padre, había preferido tomar el camino del sacerdocio y desechar una vida de lujo, aunque también de arduo trabajo. Reuben pensaba que el camino que había elegido era mucho más arduo de lo que su padre suponía.
Como de todas formas era su único hijo, no le quedó mas remedio que nombrarle heredero de todos sus bienes.
A su muerte, acaecida hacía ya varios años, el padre Slade se vio en posesión de una vasta fortuna. Permitió que los administradores de su padre siguieran gestionándola, pero los beneficios los destinó a comprar una antigua mansión en la cercana Warley, donde tenía su parroquia. Pidió a un amigo suyo arquitecto que la remodelara para convertirla en lugar de refugio para los mas necesitados.
Contrató médicos, psicólogos y asistentes sociales para que prestaran cuidados y asesoramientos a quienes lo solicitaran.
En la mansión, cualquiera que lo necesitase encontraría comida, una cama caliente y algo en lo que el padre insistía, una ducha al día por lo menos. Si encontrabas tu cuerpo limpio era más fácil que quisieras limpiar también tu espíritu, era su filosofía.
Allí, si una mujer iba huyendo de su maltratador marido, el padre Slade se encargaba de que no la encontrara. Si ella quería, él podía proporcionarle un trabajo y un lugar donde vivir lejos del agresor.
También daba cobijo a muchachas jóvenes que caían en el vicio de las drogas y se prostituían para conseguirlas. Reuben les ofrecía terapia para que abandonaran el vicio y las matriculaba en el instituto hasta que conseguían su título de enseñanza secundaria. Las que querían ir mas lejos y deseaban acceder a la universidad se veían beneficiadas con becas, a las demás se les buscaba trabajo.
Tenía un alto porcentaje de éxitos, aunque a veces no lograba salvar a alguno y cuando esto sucedía, Reuben se sentía un fracasado.
Por eso recorría los barrios marginales en busca de mas descarriados que necesitaran de su ayuda.
Esa madrugada casi pasa de largo.
Al principio le pareció el maullido de un gato y la oscuridad apenas le permitía ver el sucio callejón.
Hasta que los faros de un coche que pasaba alumbraron lo que parecía una cabellera rubia.
El padre se acercó. Era una muchacha, seguro, pero su apariencia era la de una mujer mayor, señal inequívoca de los excesos cometidos con el alcohol y las drogas.
Reuben movió tristemente la cabeza. Era algo tan habitual...
Se inclinó y meció suavemente a la muchacha llamándola:
-¡Eh! ¡Chica!
Un gemido salió de la garganta de la joven. El padre trató de incorporarla.
-Vamos, te ayudaré a levantarte. ¿Que te habrás metido? –murmuró identificando un fuerte olor a vino.
-Me... encuentro... mal... –susurró una voz pastosa y ronca.
-No me extraña. Solo Dios sabe que habrás tomado. Puedo ayudarte, si me lo permites.
-Voy a... –La chica tuvo una arcada y vomitó sobre los zapatos de Reuben. El padre ni se inmutó, estaba acostumbrado-. ¡Oh! –gimió la muchacha en cuanto hubo vaciado su estómago-. ¡Lo siento! –sollozó, sintiéndose tan mal como jamás se había sentido.
-No te preocupes, no pasa nada –replicó el padre con amabilidad-. Tengo mas zapatos. Si puedes ponerte en pie te ayudaré a llegar a un lugar donde podrás descansar y darte un baño, incluso comer algo si te apetece.
-¿Quién es usted? –la muchacha trató de ponerse en pie y se tambaleó. Reuben la sujetó de la cintura para que no se cayera.
-Me llamo Reuben Slade, soy el párroco de St. Giles. ¿Cómo te llamas tu? –recogió del suelo una mochila que se echó al hombro. Supuso que pertenecía a la chica y seguramente le haría falta.
-¿Que? –trató de recordar-. ¡Oh, Dios! ¡Me duele terriblemente la cabeza!
El padre se desconcertó por un momento. El acento de la chica no se correspondía con el de los barrios bajos. Pero eso no era garantía de nada. En las altas esferas también existía el problema del alcoholismo y la drogadicción.
-Vamos, ven conmigo. Cuando hayas descansado te sentirás mejor.
-¿Dónde me lleva?
-Dirijo un albergue donde cualquiera que lo desee puede cobijarse, darse una ducha –esperaba que la muchacha no se ofendiera por sugerirlo, pero su olor podía levantar a un muerto-, comer algo y descansar. No está lejos. Te aseguro que soy de fiar –agregó al notar la reticencia de la joven-. Te hace falta todo lo que te he dicho, sin ánimo de ofender.
-No me ofende. ¡Dios Santo! ¡Que mal me encuentro!
-¿Que has tomado? En el albergue hay un médico. Te ayudará, pero debes decirle que has tomado –Como la muchacha mantenía silencio, el párroco no insistió-. Como quieras. De todas formas, cuando hayas descansado y comido algo te sentirás mejor.
****
La mansión, estilo Tudor, estaba situada a cincuenta metros de la iglesia. La fachada de ladrillo rojo contrastaba con la blancura de los marcos de las ventanas. La rodeaban unos bellos jardines muy cuidados y a su izquierda, el arquitecto había construido una cancha de baloncesto. Se accedía a la puerta principal, pintada de un blanco tan reluciente como las ventanas, subiendo tres escalones.
Reuben ayudó a la muchacha a subirlos y sacando una llave de su bolsillo, abrió la recia puerta.
En el amplio vestíbulo no había nadie. La chica miró con curiosidad a su alrededor. Un par de sofás de aspecto muy cómodo flanqueaban una mesita baja colocada sobre una alfombra de vivos colores que contrastaban con el embaldosado blanco y negro. Miró fijamente una baldosa negra, pensando que su mente estaba exactamente igual. No entendía nada, no sabía dónde se encontraba ni como había llegado allí. Intentó ir hacia atrás en el tiempo y recordar, pero su mente era un agujero negro. No recordaba nada. Necesitaba descansar, dormir; tenía sueño. Pero antes que nada, necesitaba quitarse de encima ese olor asqueroso que desprendía.
-Siéntate un momento, mientras voy en busca del doctor. ¿No te irás, verdad?
-¿Que? –salió de su aturdimiento-. No, no creo. No tengo donde ir.
-Ya. Bueno, no tardo nada. En esa mesa hay revistas, por si quieres entretenerte.
-Gracias –Pero no tomó ninguna. El dolor de cabeza era insoportable. La necesidad de tirarse en el sofá era demasiado atractiva, así que lo hizo y cuando llegó Reuben con el doctor, la encontraron durmiendo.
-¿Dónde la has encontrado? –preguntó el médico.
-En un callejón, al sur de la ciudad. Casi paso de largo, hasta que la claridad de los faros de un coche me permitieron verla. Creo que ha bebido y se ha metido algo, aunque no me dijo nada.
-Está hecha una pena. Deberíamos despertarla, darle una ducha y dejarla descansar. Sería mejor que viniera Mónica. Se sentirá menos cohibida con una mujer.
-Supongo que tienes razón. Iré a llamarla.
Hugh Lange se sentó al lado de la chica y tomó su mano inerte. Aplicó los dedos a su muñeca y miró su reloj. El pulso era regular y fuerte. Cuando hubiera descansado se sentiría mejor.
A pesar de la hora, apenas las ocho de la mañana, Mónica Donaldson ya se encontraba en la sala de lectura. Estaba ayudando a Jimmy, un pequeño de ocho años, a leer. Su madre y él habían huido de su casa y de las palizas de su marido, y Mónica intentaba encontrar un trabajo y un lugar de residencia para ellos lo bastante lejos para que el hombre no les encontrara.
-Hola, Jim –saludó Reuben al niño, que le sonrió dejando ver el hueco de dos dientes.
-Hola, padre. Ya sé leer sílabas.
-Eso está muy bien. ¿Que te parece si me prestas un momento a Mónica? Tengo que hablar con ella.
-Claro. Yo puedo leer solo.
-Bien.
La mujer se levantó sonriendo y revolvió el pelo del niño. Cuando llegó con su madre, hacía dos semanas, era apenas un gorrión. Con comida caliente en el plato cada día y las noches de descanso tranquilo, ya se parecía más a una paloma. No es que hubiese engordado mucho, pero su tez ya no estaba tan pálida y los días pasados al aire libre jugando al baloncesto y corriendo por el jardín le habían puesto color a sus mejillas. Pronto, él y su madre se marcharían. En cuanto Mónica consiguiera concertar un contrato de trabajo para su madre y un lugar donde residir, lejos del marido que creía que ella era su saco de boxeo. Triunfos como ese hacía que el trabajo de Mónica le resultara gratificante.
-¿Que tienes, Reuben?
-Una chica. La encontré en un callejón. Debe estar molida, porque se quedó dormida en el sofá del vestíbulo. Creo que ha bebido y se ha drogado. Antes que nada necesita una ducha, huele como el muelle. He pensado que se sentiría mejor si es una mujer quien la ayude a ducharse.
-Claro. Vamos.
-Tiene el pulso firme y con buen ritmo –informó el médico cuando Reuben regresó con Mónica-. Pero está grogui.
-Déjame a mí. Yo me ocuparé de ella –Mónica zarandeó suavemente a la chica-. ¡Eh! ¡Muchachita! Hora de despertarse.
-Por favor –gimió una voz amortiguada por el sofá.
-Descansarás mejor si te das un baño y te pones ropa limpia. Piensa en una cómoda y acogedora cama.
-¡Oh!
-¿A que es más apetecible?
La muchacha abrió un ojo y miró a la voz que le hablaba. Era una mujer joven, un poco mas baja que ella y con unos bondadosos ojos castaños.
-¿Quién es usted? –susurró con voz pastosa volviendo a cerrar el ojo.
-Me llamo Mónica Donaldson. Me gustaría ayudarte a dar un baño.
-Déjeme morir en paz.
-Lo haría, pero creo que no ha llegado aún tu hora. Tu corazón parece latir todavía. Vamos, solo será un esfuerzo mínimo. Luego te dejaré dormir hasta que te hartes –Tiró de ella y no encontró resistencia, así que la levantó. La muchacha colaboró, pero más bien poco. Mónica pasó su brazo por la cintura y pasó el de la chica por su cuello. El doctor la ayudó a subir las escaleras y al llegar al cuarto de baño las dejó y fue a reunirse con Reuben.
Mónica abrió los grifos de la bañera y vertió un puñado de sales relajantes y mientras se llenaba ayudó a la casi inconsciente muchacha a desvestirse. La ropa que llevaba era de baja calidad, comprada sin duda en las rebajas de un supermercado. Estaba sucia y olía a vino y vómitos.
-¿Te puedo dejar sola mientras voy en busca de algo de ropa? ¿No te dormirás en la bañera, verdad?
-Aguantaré –dijo la chica lacónica.
-Bien, no tardo nada. Tienes champú y gel en esa repisa y hay toallas en ese armario. No encontrarás maquinillas de afeitar ni nada con lo que puedas lesionarte, así que no lo intentes.
La chica la miró alarmada. ¿Creía que podía suicidarse?
-No había pensado en hacer nada parecido –replicó un tanto ofendida.
-Me alegro. Usa todo el gel que sea necesario. Vuelvo en un minuto.
Mónica salió y fue a su propio cuarto. La muchacha era mas joven que ella, pero no mucho mas y tenía una estatura y constitución parecida a la suya. Seguro que su ropa le sentaría bien.
Tomó una camiseta y un pantalón de pijama, así como ropa interior. Para pasar el día en la cama durmiendo sería suficiente. Cuando despertara le buscaría unos vaqueros y otra camiseta.
Cuando se quedó sola, la muchacha metió un pie en la bañera. Al notar el agua caliente emitió un suspiro. Se introdujo en la agradable sensación que daba la espuma, se recostó en el respaldo y dejó que el agua disolviera parte de su cansancio.
Cuando Mónica llegó con la ropa, la chica tenía los ojos cerrados y parecía dormir. La mujer meneó la cabeza tristemente e inclinándose procedió a lavarle el largo pelo rubio. Si la muchacha se enteró de los tirones que le daba, no dio muestras de ello.
Una vez el pelo y el cuerpo enjabonados, Mónica abrió la ducha y la enjuagó. Cuando no hubo quedado rastro de jabón, ayudó a la semicatátonica muchacha a secarse y ponerse la ropa limpia.
-¿Te encuentras mejor ahora? –le preguntó-. Al menos tu olor ya no parece el de un estibador. Podrás dormir mejor.
-Gracias. Estoy realmente agotada.
-Ven, te llevaré a tu habitación. Podrás dormir todo el tiempo que quieras.
La chica se dejó conducir hasta una habitación. El cansancio le impedía ver lo bonita que era. Tan solo veía, a través de una rendija de sus ojos, una cama que parecía llamarla a gritos. Casi corrió hacia ella y se dejó caer como un fardo. Mónica le subió los pies y la tapó con una fina manta. Luego, después de mirarla durante un segundo, salió de la habitación cerrando la puerta suavemente y bajó a reunirse con el párroco y el doctor.
-Está muerta para el mundo –dijo-. No creo que valga la pena lavar su ropa, está en un estado deplorable. En cuanto abran los comercios iré a comprarle algunas cosas.
-Hay algo en ella que no me cuadra –comentó el sacerdote en voz baja-. Es cierto que su aspecto indica que es una vagabunda, pero sus modales parecen los de una muchacha con cierta educación.
-Sabes que la drogadicción no es un problema exclusivo de las clases bajas –le indicó el médico-. De hecho, cuanto más dinero tienen, más fácil es que caigan en el vicio.
-Bueno –Reuben se levantó-. La dejaremos dormir hasta que se despierte por si sola. Luego hablaremos y veremos si podemos ayudarla. Ahora tengo que irme, tengo que preparar la misa de nueve.
-De acuerdo. Estaré en el consultorio por si me necesitas, Mónica.
-Sí, hasta luego. Volveré con Jimmy. Ese chico es una esponja, absorbe todo lo que oye. Unos días mas y leerá mejor que yo.